La distancia entre tu mente y la mía puede estar a años luz de nuestros planetas. Cuyos soles desprenden calor que es absorbido por nuestros cuerpos y que no somos capaces de transportar con el roce de nuestra piel.
Antes eremos uno, o eso es lo que me decían las canciones melosas que escuchaba de manera repetitiva. La repetición de los sueños, de las caricias, de tu nombre, de la desconfianza, del miedo a tenerte o del miedo a perderte. El olor suave que aspiraba desde tu cuello y que me conectaba con los mayos soleados de la costa francesa. Tus dedos entrelazados con los míos, recorriendo mi piel, llegando a la maraña de rizos que salpicaba mis hombros.
Todo lo idílico de los vídeos de música, en el que se resume la experiencia a 3 minutos. Cuyos 30 últimos segundos son el bravío de un orgasmo espiritual, donde yo, consciente de mi pensamiento irracional, ha sucumbido al tráiler de Disney, aún a sabiendas que mi cabeza me expone los argumentos para volver a poner los pies, que se habían despegado, en el suelo de madera frío y seco que se encuentra debajo de mí. Y a sabiendas de que todo es una nada de despropósitos y clichés, mi corazón se ha arrugado un poquito más, y ni todo el helado de caramelo salado que tengo en mi congelador, será capaz de resucitar esa parte de inocencia que he perdido con tu silencio.
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